No es de celebrar santos, la verdad
es que celebra pocas cosas; suele detenerse en su cumpleaños de forma fugaz.
“Pasa” de Santos, pero hoy es el suyo. La importancia de un nombre. Y yo quiero
felicitarlo. No por ser su onomástica, aunque es la excusa perfecta, sino
porque se merece que lo felicite. Se lo merecería casi todos los días del año,
todos no, porque alguna que otra picia también ha tenido, algún que otro
quebradero de cabeza sí que ha dado, pero eso ya, a estas alturas, como que me
pone una sonrisa. Cuando se han cruzado los veinte se sabe que hay pocas picias
si se es responsable, si se mete la pata es con consentimiento, con
premeditación, sabiendo que se está haciendo lo incorrecto… Es el santo de mi
hijo Martín, ese nombre que fue difícil de escoger entre todos los del
santoral, el desacuerdo en busca de un nombre que se ciñera a los deseos:
corto, sin posibilidad de diminutivos, sin “eses” ¿por qué sin “eses”? Porque
en mi tierra se cecea (jajaja). Tarea difícil encontrar un nombre que luego irá
impreso de un carácter, con su impronta y su autenticidad. Fue un niño
tranquilo, no dio demasiado ruido, ni siquiera cuando se ponía enfermo. Igual
que ahora. Acudía poco al resguardo de su madre, se las valía por sí solo,
igual que ahora. Ni siquiera tengo conocimiento del impreso de una matrícula
una vez alcanzado el instituto, él nunca necesitó más que de mi firma cuando
fue menor de edad, y la mayoría la surcó hace ya tiempo. No suelo agobiarlo. Él
a mí tampoco. Solemos acudir uno al otro cuando nos necesitamos. Ni siquiera
estamos agregados a estas redes sociales tan “familiares” en las que el “Me
Gusta” de un hijo parece ser imprescindible. Yo no lo necesito. Él el mío
tampoco. Su privacidad es suya. La mía de mi propiedad. No necesito tenerlo
agregado para saber de su vida, esa me la cuenta él con su propia voz. Martín
es así. Independiente, responsable, prudente, irónico, bromista, serio, amable,
agradable, compañero, amigo, hijo, hermano… buena gente, buen chico, buen
estudiante… un poco cabezón, olvidadizo, reservado… y será un buen dentista. Ha
sabido costearse sus caprichos, ha sabido del valor de las cosas, no sólo del
precio, del valor, por eso las ha cuidado, como cuida a su hermano cuando yo me
ausento días, igual que lo vigila, lo reprende, lo mima. Es el santo de mi hijo
Martín. Este año, todavía, podré verlo en unos pocos de días más, el año que
viene Dios dirá, o dirá él. Habrá decidido qué hacer con su futuro, salir al
mundo con su titulación debajo del brazo, sus alas extendidas, preparadas para
volar, solo, como lo hizo siempre. Nunca me gustó ser gallina ni tener a mis
polluelos bajo mi delantal por demasiado tiempo. La vida es dura, tienen que
aprender por ellos, les habrá bastado el ejemplo de casa y los consejos cansinos
de los padres, de esa madre que vigilaba su sueño y sus amistades cuando era el
tiempo de hacerlo, del padre que compartió con él partidos de baloncesto y que
siempre estuvo detrás. He aprendido tanto con él que todavía me sorprendo
sonriendo con sus apelativos para mi persona. No le gusta aparecer conmigo en
fotos, regaña cuando lo hago. Es mi vida, la suya es suya. Y así debe de ser.
No entendería yo que fuera de otra forma porque yo le enseñé a vivir así. Desde
jovencito sabiendo del trabajo, ahora de mayor disfrutando con lo que hace. Sus
decepciones llevadas en silencio, contadas entre susurros con la orden rotunda:
“Mamá, tú sólo escucha, yo decidiré”, y así lo hice. Para eso están las madres
cuando son mayores, para escuchar. Para guiarlos cuando son pequeños, cuando un
castigo nos duele profundamente, cuando después del castigo viene el beso,
cuando negamos lo que desearíamos darles sabiendo que si cedemos les estamos
haciendo flaco favor. El sentimiento de culpa que nos invade cuando sabemos que
lo hacemos por su bien, la recompensa del “gracias, mamá” cuando nos confirman
que no lo hicimos mal del todo… Felicidades para aquel niño al que decidí
llamar Martín, que ya en la barriguita de mamá tuvo que soportar pruebas que
encogieron mi corazón, y con el mío el suyo. San Martín de Tours, once de
noviembre. El día que mi hijo no va a celebrar porque él hace tiempo que sabe
cuáles son sus creencias, sus ideas, sus prioridades, sus celebraciones, sus
religiones, sus pautas… Y le pido perdón, perdón por las regañinas, por los
enfados, por no decirle que estoy muy orgullosa de él cada vez que lo pienso,
pero no puedo subirlo a un altar, no sería bueno para él, orgullosa cuando la
gente me habla de él, cuando me hacen ver la suerte que tengo, perdón por los
malos momentos, que también los hay y los habrá, perdón por mis fallos
involuntarios, por mi novato papel de madre, por no saber hacerlo mejor, por si
alguna vez olvidé besarlo, por las discusiones que suelen terminar en un
abrazo, me abarca con su altura y su corpulencia, y es entonces cuando le
huelo, como a aquel niño, sigue oliendo igual, sigue oliendo a vida, sigue
oliendo a mí, sigue oliendo al amor maternal recién estrenado… Martín, que ha
conseguido su sueño, a unos meses de recoger su graduación como odontólogo, de
besarme y levantar el vuelo, de dejarme sus versos en canciones, sus rimas en
maquetas. Felicidades, hijo, pero sobre todo, gracias. Me enseñaste que la
discreción lleva tu nombre, que la responsabilidad y la prudencia se heredan,
que eres digno nieto de un abuelo que te besaba mientras se iba. Gracias porque
nos has enseñado a toda tu familia que la limpieza del alma se refleja en la
miopía de unos hermosos ojos de largas pestañas. Serás feliz porque has hecho
felices a quienes te hemos acompañado… ¡¡ Felicidades, Martín, hijo mío !!