22 nov 2019

SILENTE...(Relato de un maltrato silencioso. 22 de noviembre 2016)


¿En qué momento dejó de ser una sencilla discusión? Paula no lo sabía, caminaba delante de él, habían quedado atrás los reproches sentados a la mesa del bar, delante de unas cervezas que ella no probó, ocupada en mirarle a los ojos e intentar controlar su rabia y su pena, y sus lágrimas. Algunos de los clientes habían vuelto la cabeza ante el tono elevado de la voz de él. Indiferente al llanto que suave corría por sus mejillas, con la sonrisa de la tristeza entre las comisuras de sus labios y el corazón rompiéndole el pecho y latiéndole a la velocidad de la luz. Quería irse, tenía que irse de allí, una tras otra cayéndole las gotas de la furia del macho, aquella que él había sacado en más de una ocasión. No podía más. Sabía los pasos siguientes. En el momento en el que ella dijera que se iba él volvería a recular. Él la increpaba sin el más mínimo sentido del decoro y de la discreción, ignorando aquel amor al que apelaba de vez en cuando, olvidando las veces que él le suplicó que se quedara cuando los vientos soplaron en contra de su relación. Él pidiendo, ella cediendo. Una vez tras otra. Le comentó que se sentía mal, que quería volver al hotel, que le diera la llave, se levantó sin ningún remordimiento después de decirle que quería que se fuera, que pidiera un taxi y que saliera para siempre de su vida. Y el miedo. Ese miedo tan masculino que rompe las reglas y las normas y las formas. Dándole las gracias por dejarlo tirado, aquel tono imperativo, con los matices de la desesperación, justo en el momento en el que ella se giró y volvió a sentarse. Una vez más. Mil veces más con tal de salvar aquellas escenas patéticas llenas de dolor y hiel. Marcelo no medía, nunca lo hizo. Pasaba por delante de sus sentimientos aplastándolos como si fuera una apisonadora… Y más tarde el paseo, aquel en el que él le confesaba que la quería, que la quiso siempre, que ninguna como ella, que nadie lo quiso así, que lo enseñara a querer. ¿Amor? Paula ya no sabía si aquello era amor o era un puro enganche emocional. Cabizbaja, escuchándole, sintiéndose impotente, inútil, sabiendo a ciencia cierta que era víctima de un maltrato silente, de aquel que ella sabía porque lo leía a diario, porque lo recriminaba a diario, porque aconsejaba a otras mujeres que no se dejaran manipular. Lo mismo que ella estaba admitiendo, aceptando, lo mismo que ella perdonaba. Una más. Era el maltrato silente de quien recurre primero al rencor anímico y después al perdón. Miserable en sus ironías, miserable en sus formas, gestos llenos de amargura. Intentó recordar la primera vez que lo permitió, la primera en la que no pudo abrir la puerta y decirle que saliera para siempre. Y luego más…
Todo se había calmado, él estaba tumbado en la cama, veía la televisión tranquilo, había pasado el vendaval, había pasado la furia de los vientos, y ella saliendo de la ducha, la pena en el surco morado de los ojos rojos por el llanto, aquel llanto del que él, en los momentos crueles de la tormenta, se reía, el llanto que él besaba luego, calmado, cuando era consciente del castigo infligido a quien amaba con toda su alma. No sabía querer. Tal vez nunca lo enseñaron, si es que el amor puede enseñarse. Quizás él llevaba razón. Quizás era verdad que se defendía atacando porque la violencia verbal había estado instalada en su vida siempre, quizás era verdad que nadie le habló despacio, con la voz del amor y la mirada entregada al cariño. Quizás lo hicieron así y ella pagaba lo que otras habían sembrado. Una vez más, después de la tempestad había llegado la calma ¿hasta cuándo?, hasta la próxima. O no. Se tumbó junto a él y cogió su mano con toda la ternura del alma puesta en las yemas de sus dedos, comenzó a hablarle quedo mientras él acariciaba su cabello, le besó el pecho y el hombro mojándolo con sus lágrimas, muchas lágrimas, las de la no comprensión, las de los enganches crudos que hacen que la vida se convierta en una noria incontrolada. Y otra vez aquellas respuestas, lanzándose como un tigre ante la mirada estática de quien lo observa, por miedo a dar un respiro y dar tiempo al disparo. Fuera llovía, dentro también. Se escuchaban voces en la escalera de clientes que subían o bajaban y ella salió de la cama tranquila, recuperó la maleta de él; la pequeña maleta negra que colocó sobre la cama, abriéndola, mirándole con la pena de la desolación y la calma del corazón destrozado, “Haz la maleta, te vas, vete para siempre”, sin gritos, sin atisbo de otro perdón. Recordó aquella confesión de él, una hora antes, en el bar de los clientes observadores, “¿No te das cuenta? Soy un maltratador verbal, tú me lo has dicho, y te estoy destrozando”… Sí, así era. Ella lo sabía, él también, ella no quería más dolor, él la quería a ella pero no sabía quererla. Él lo había dicho, era el perro que todos habían golpeado y había aprendido a morder, incluso cuando una mano se acercaba para acariciarlo, él seguiría siendo así, era demasiado tarde para cambiar, ella quería sonreír sin pena de nuevo, morirse de nostalgia pero recuperar la calma. Volver a respirar profundo. Tenía el derecho de vivir en paz en sus manos, lo había rescatado de la maleta que descansaba sobre la cama… Fuera no se escuchaba nada, había apoyado sus manos sobre el lavabo, no miraba su imagen en el espejo, no necesitaba mirarse, sabía que estaba demacrada, la puerta estaba abierta, bastaba un empujón y él podría entrar, y ella deseaba que entrara, que le suplicara una vez más que se quedara con él, que no lo dejara, que no se fuera. Un solo empujón y él estaría a su alcance, y se jurarían que no volvería a pasar jamás, y sabrían que se repetiría pero los dos harían que creían en promesas que ya carecían de valor… Se escuchó el golpe de la puerta de entrada. La televisión se había quedado muda, el sonido del agua fuera, el de sus lágrimas dentro. Todo había terminado…
Subió al autobús. Había pasado mala noche. Tuvo pesadillas. Vigiló el teléfono a cada minuto. Él se había ido. Supo que era su liberación pero pensó que prefería vivir esclava y que él volviera; no era para tanto, después de todo eran pequeñas discusiones que luego quedaban en niebla y dejaban paso al sol. Podría vivir así toda su vida siempre que él estuviera allí, detrás de la niebla, acariciando su pelo… Recibió un mensaje cuando estaba casi llegando a su destino, “He pagado con creces un error de hace siglos, te amaré mientras respire”, una frase que le cerró los ojos y le descubrió que, después de todo, era mejor así, al menos, quiso creer, alejada de él nunca correría peligro su vida, la misma que él se había llevado… (Encarni Barrera)

7 nov 2019

Y DIJE ADIÓS... (Noviembre 2017)

Perdona que me haya ido en silencio. Nunca fui mujer de reproches. Siempre te dije que lo haría así, cuando fuese el momento cerraría mis ojos y mis labios, después de todo tú sabes mejor que nadie el por qué. No hay lugar ya para la aventura en común y los comunes sueños. Por lo tanto no queda nada que reprochar porque todo se cumplió. El cansancio no estaba dentro de los planes, pero a veces sucede. Me voy como llegué, en silencio, sin ruido, sin algarabía, sin fiestas ni focos, ni presentaciones sociales, ni celebraciones a lo grande. Igual que arribé así parto. Con mi liviano equipaje y mis manos vacías. No hay reproches, no son necesarios. Ya no estamos en la edad del débito ni del crédito, nada me debes, nada te debo, se vivió lo que tuvo que vivirse, se sufrió lo que nos llegó con cuentagotas, sin darnos cuenta.Te he amado como soy yo, suavemente, acariciando los tiempos, distribuyendo los espacios para no hacer del amor rutina… pero nos ha llegado, y me niego a ser multitud, siempre me gustó ser excepción que confirmara reglas. Perdóname por irme así, sin rabia. Supongo que es una de mis excepciones, nunca lancé a la cara despechos ni iras, no tengo el por qué. He cruzado la edad en la que se reclaman sentimientos porque he comprendido que los sentimientos se ofrecen, nunca se piden, que no pueden forzarse, que tienen que nacer de la piel y de la sangre. No llevo llantos, quizás la poca tristeza que se queda pegada como sal en el lagrimal cansado de la vida, ese que ha llorado ya en otras ocasiones, hay pocas lágrimas ya que puedan ser lloradas. Soy mujer de llanto fácil pero de difícil lágrima obligada. Ya no lloro por desamor, todo lo lloro por amor. El recorrido me ha enseñado que así como la vida lleva implícita la muerte, el amor lleva implícito el desamor. Los mil detalles que salen de dentro para que el otro corazón comprenda que ya no tiene compañero, que las cosas son así, que no pasa nada, que el adiós es tan legal, tan normal, tan cotidiano como el hola. Que quien llega puede irse un día, que una llegada no implica una estancia eterna… Supongo que soy de esa especie rara, trasnochada y anacrónica que cree en la libertad personal del ser humano, en la libre elección de caminos. Entendí que todo acabó. Y, a estas alturas, después de haber visto los paisajes desérticos que se viven cuando llega el desamor, saber que tú me guardarás para siempre entre tus mejores momentos, es suficiente…

  Ha llegado el naranja otoñal que preludia al invierno, el quebrado naranja de las hojas que piso, caminando desnuda y esperando los hiel...