11 jun 2020

VUELTA A CASA... (Recuerdos)

Después de tres meses, hoy regresé...
Me ha costado horrores abrir la puerta y una vez en el pasillo respirar. Escuché la voz de mi padre perdida por el hueco de la escalera, vi a mi madre en la cocina, la puerta de la terraza abierta, corría el viento y la cortina se movía, y mi madre canturreaba. He pasado con miedo al pequeño saloncito que hizo las veces de dormitorio cuando mi padre ya no pudo subir escaleras, la habitación desde la que se fue, y me he visto en fotos en blanco y negro mientras el polvo lo cubre todo, y la humedad. Habrá qué hacer algo con eso. He recorrido los juegos de café de mi madre dentro del aparador, y un pequeño festón de ganchillo rematando las baldas. Esos vasitos de licor con líneas azules y doradas que deben de tener sesenta años y que están como cuando me marché. Envejecí yo, pero no la máquina de coser con su hule de cuadros marrones, ni la foto de mi tía en blanco y negro colgada en un pequeño marco romboidal. Y el tiempo se ha detenido. La voz de mi padre me acompaña en cada paso, como si hubiera bajado los peldaños despacio, para acompañarme en el recorrido hacia mi pasado. Mi madre ya no está en la cocina, me ha dejado el paso libre, mi sonrisa al ver la mesa bajita pintada de blanco arrinconada junto a una fregona detrás de la puerta, la misma que he cruzado para salir a la terraza y respirar la vida. Recuerdo cuando aquella terraza no existía, se descendía con cuatro escalones desde la pequeña cocina a un corral que siempre tenía la hierba alta, en donde yo me escapaba a leer, cuando la casa todavía era un proyecto y se mantenía tal y como mi abuelo la compró. Es mi casa. Ahí está el sudor de mi abuelo, que la disfrutó poco porque una guerra dura e injusta lo dejó en Pozoblanco, después de un bombardeo. Ahí está mi abuela Tita, que volvió a ella cuando su vejez la dejó sola y sus piernas se negaron a seguir empujándola. Y ahí están mis padres y sus sacrificios De ahí salí para volar, primero a Granada, luego a Mallorca. Y ahí he vuelto, porque a veces es necesario volver al lugar en el que fuimos felices. Y porque, cuando la vejez asoma, como hizo mi abuela, es bueno retornar a la tierra en la que se desea descansar. Me sigue el eco de la voz de mi padre, de las ocurrencias de mi abuela, las risas de mi hermana, las canciones de mi madre. Me siguen las lágrimas de despedida y las de regreso. Los abrazos tímidos, porque los hombres no lloran. Me siguen mis secretos, mis cartas adolescentes releídas mil veces tumbada en la cama. Mis impacientes esperas del correo. Mis acompañamientos hasta la esquina de abajo. Me sigue mi vida. La misma que dejé guardada aquí, para recuperarla cuando el destino quisiera.
Antes de salir he lanzado un beso al aire, sé que lo recibirán. He cerrado con la emoción del hasta pronto y la satisfacción del regreso. Se ha quedado dentro una regañina de mi padre por llegar tarde, un bolero de mi madre mientras lavaba, una historia de mi abuela refrescando la boca con su jarrito de agua y una falda de cuadros movida con aire por las piernas largas de mi hermana. Y dentro me he quedado yo. En definitiva, lo queramos o no, somos lo que hemos vivido, el pasado está en nosotros, hay pasados a los que merece la pena volver y los removemos hasta encontrarlos, y los hay incómodos de recordar y nos esforzamos en olvidarlos. Creo que me siento orgullosa de querer regresar en un porcentaje rotundo a mis pasados, porque todos me hicieron recordar abrazos, besos, canciones, juegos, y sobre todo amor. La llave ha dado dos vueltas, he observado que las persianas estén bajadas, y, como siempre hice, he comenzado a bajar la calle sabiendo que dejo atrás mi hogar, el mismo al que regresaré.

  Ha llegado el naranja otoñal que preludia al invierno, el quebrado naranja de las hojas que piso, caminando desnuda y esperando los hiel...