21 oct 2020

UNA PURA ANÉCDOTA...

En Dethlon he aprendido a cobrarme a mí misma. A través del teléfono he aprendido a describir sintomatología para que, con una simple llamada, me diagnostiquen. El cajero se ha convertido en el banquero que antes te saludaba cuando te acercabas a la ventanilla. Y así, paso a paso, nos estamos automatizando que es una barbaridad... Vivo en un pueblo, también pasa en las ciudades, supongo, pero en los pueblos nos conocemos todos, afortunadamente en este caso. Y un buen día te encuentras a un señor mayor instalado pacientemente frente al cajero, con el papelito correspondiente en donde lleva anotada una clave. El buen hombre mira la pantalla, mira el papelito, vuelve a mirar la pantalla, se gira, busca a algún transeúnte conocido (o desconocido pero que tenga cara de buena persona) y entonces se dirige a una y le dice "Muchacha... (lo de muchacha ya te sube la moral siendo como eres conocedora de tu edad) ¿me puedes ayudar a sacar dinero de este chisme?"... Y entonces una se pregunta hasta qué punto esta descarnada y descarada automatización nos está afectando. Amablemente, mascarilla en rostro, intentando no acercarme demasiado, le explico cómo funciona el cajero, unos simples pasos (para mí, claro), y el hombre, que debe de andar por los ochenta y tantos largos, me mira con el gesto de no comprender. Han eliminado cajas en grandes almacenes, han cerrado centros de salud, han reducido personal en los bancos, luego está el caso de los docentes, que tienen que luchar contra clases con saturación dada la situación. Pero a mí, lo que realmente me entristece es que el buen señor (bueno de verdad, de esa noble estirpe que sacó a un país de una post guerra durísima) esté allí, con su papelito, confiando en la buena fe de la persona a la que pidió ayuda, explicándome que tampoco se aclara con Salud Responde (que responde poco, la verdad), y contándome que se hace un lío con las teclas de un cajero que carece de dispensador de gel, eso sí, en los parquímetros no importa que se use gel, esos botoncitos no contagian. Le saco el dinero, le devuelvo el papelito, me da las gracias, y veo su mascarilla, le indicó que debe de taparse la nariz, porque puede contagiarse a través de las vías nasales. Y el hombre bueno, con una sonrisa en los ojos me comenta que, después de todo, si él se muere ya tiene edad. Y me da tanto qué pensar que me tiembla el alma. Hemos abandonado a toda esa generación, de una forma u otra. Los hemos abandonado a su suerte, con sus citas telefónicas, con sus confinamientos a solas, con sus teclas bancarias, con sus dolamas descritas a médicos que no les ven. Y así estamos... Les hemos abandonado. Se fueron muchos hace meses, quedaron otros que han tenido que aprender a sobrevivir, o a pedir, educadamente, como son la mayoría, que alguien les ayude a caminar por este mundo extraño que, al final de sus días, les ha tocado vivir... Pura anécdota que me apetecía contar, porque ellos lo merecen.

(Foto de 2014. Cádiz. Monumento a la Constitución de 1812)

20 oct 2020

ESA EDAD PERDIDA...

                                                                                                                                                                
 Hace más de cuatro meses que no escribo en este Blog que, hace la friolera de más de siete año creé, que luego eliminé, que ya tenía una cantidad estupenda de visitas, pero que, a fin de cuentas, no era más que un espacio en el que divagaba y me esparcía por mis propios dominios internos. Y hoy decidí que era el día del regreso. Cambié el título y lo he llamado La edad encontrada, tal vez porque estoy ahí, en esa edad que encontré sin buscarla, como nos suele suceder a la mayoría. Un buen día nos despertamos y ¡zas! nos damos cuenta de que nos hemos encontrado con una edad con la que no contábamos. Y así estoy, disimulando, como casi todo el mundo, y haciendo que sé hacia adónde voy y de dónde vengo... Craso error, rara vez lo sabemos, aunque presumamos de ello y se nos llene la boca de autosuficiencia. No lo sabemos hasta ese momento en que nos encontramos con la edad que habíamos perdido... Es otoño, meteorológicamente y para mí también cronológicamente, es un otoño extraño este, en el que andamos perdidos, saturados, enfadados, atemorizados, decepcionados. Un otoño gris que nos llegó de una primavera que no floreció y un verano restringido y medido con metros de separaciones y mascarillas que nos han tapado la sonrisa. Hemos aprendido a hablar con los ojos, a sonreír con la mirada, ya era hora. Aunque hayamos tenido que aprenderlo de esta manera tan demencial... Es otoño, una edad encontrada en un otoño desangelado y distante. Pero aquí estamos. Vivos. Y aquí estoy, sentada frente a las cuatro esquinas del ordenador, buen compañero de estos días que se barruntan difíciles y más grises si cabe, escribiendo sobre edades encontradas. Dispuesta a contarme a mí misma qué ha sucedido durante estos cuatro meses, dispuesta a narrármelo a mí misma, porque si pienso que alguien va a leer esto me entraría la timidez despistada del "no quiero que lean mis entrañas" y entonces no sería yo misma... Así pues, tras esta explicación que sólo a mí importa, por aquello de excusarme para volver a escribir, doy por recomenzada mi manía de reflexionar, narrar, reírme y llorar. Opinar, criticar, divagar y hablar de temas normales que les suceden a personas normales, por mucho que los egos de los que escribimos nos griten que nosotros, los que escribimos para mucha, para poca o para ninguna gente, somos seres que hablan de temas extraordinarios, interesantes y trascendentales... Bueno, yo, como escribo para mí, me puedo permitir el lujo de escribir de lo que me dé la gana, y así lo haré, porque para bien o para mal, encontré la edad que no buscaba, y esa edad acaba de hacerme libre.

11 jun 2020

VUELTA A CASA... (Recuerdos)

Después de tres meses, hoy regresé...
Me ha costado horrores abrir la puerta y una vez en el pasillo respirar. Escuché la voz de mi padre perdida por el hueco de la escalera, vi a mi madre en la cocina, la puerta de la terraza abierta, corría el viento y la cortina se movía, y mi madre canturreaba. He pasado con miedo al pequeño saloncito que hizo las veces de dormitorio cuando mi padre ya no pudo subir escaleras, la habitación desde la que se fue, y me he visto en fotos en blanco y negro mientras el polvo lo cubre todo, y la humedad. Habrá qué hacer algo con eso. He recorrido los juegos de café de mi madre dentro del aparador, y un pequeño festón de ganchillo rematando las baldas. Esos vasitos de licor con líneas azules y doradas que deben de tener sesenta años y que están como cuando me marché. Envejecí yo, pero no la máquina de coser con su hule de cuadros marrones, ni la foto de mi tía en blanco y negro colgada en un pequeño marco romboidal. Y el tiempo se ha detenido. La voz de mi padre me acompaña en cada paso, como si hubiera bajado los peldaños despacio, para acompañarme en el recorrido hacia mi pasado. Mi madre ya no está en la cocina, me ha dejado el paso libre, mi sonrisa al ver la mesa bajita pintada de blanco arrinconada junto a una fregona detrás de la puerta, la misma que he cruzado para salir a la terraza y respirar la vida. Recuerdo cuando aquella terraza no existía, se descendía con cuatro escalones desde la pequeña cocina a un corral que siempre tenía la hierba alta, en donde yo me escapaba a leer, cuando la casa todavía era un proyecto y se mantenía tal y como mi abuelo la compró. Es mi casa. Ahí está el sudor de mi abuelo, que la disfrutó poco porque una guerra dura e injusta lo dejó en Pozoblanco, después de un bombardeo. Ahí está mi abuela Tita, que volvió a ella cuando su vejez la dejó sola y sus piernas se negaron a seguir empujándola. Y ahí están mis padres y sus sacrificios De ahí salí para volar, primero a Granada, luego a Mallorca. Y ahí he vuelto, porque a veces es necesario volver al lugar en el que fuimos felices. Y porque, cuando la vejez asoma, como hizo mi abuela, es bueno retornar a la tierra en la que se desea descansar. Me sigue el eco de la voz de mi padre, de las ocurrencias de mi abuela, las risas de mi hermana, las canciones de mi madre. Me siguen las lágrimas de despedida y las de regreso. Los abrazos tímidos, porque los hombres no lloran. Me siguen mis secretos, mis cartas adolescentes releídas mil veces tumbada en la cama. Mis impacientes esperas del correo. Mis acompañamientos hasta la esquina de abajo. Me sigue mi vida. La misma que dejé guardada aquí, para recuperarla cuando el destino quisiera.
Antes de salir he lanzado un beso al aire, sé que lo recibirán. He cerrado con la emoción del hasta pronto y la satisfacción del regreso. Se ha quedado dentro una regañina de mi padre por llegar tarde, un bolero de mi madre mientras lavaba, una historia de mi abuela refrescando la boca con su jarrito de agua y una falda de cuadros movida con aire por las piernas largas de mi hermana. Y dentro me he quedado yo. En definitiva, lo queramos o no, somos lo que hemos vivido, el pasado está en nosotros, hay pasados a los que merece la pena volver y los removemos hasta encontrarlos, y los hay incómodos de recordar y nos esforzamos en olvidarlos. Creo que me siento orgullosa de querer regresar en un porcentaje rotundo a mis pasados, porque todos me hicieron recordar abrazos, besos, canciones, juegos, y sobre todo amor. La llave ha dado dos vueltas, he observado que las persianas estén bajadas, y, como siempre hice, he comenzado a bajar la calle sabiendo que dejo atrás mi hogar, el mismo al que regresaré.

16 may 2020

RECAPITULANDO... (Reflexión personal)



He avanzado hasta mis cincuenta años y cuatro años sin darme cuenta, no me reconozco en esa niña de las fotos en blanco y negro, ni siquiera en la adolescente con los primeros colores del papel del pasado, no me reconozco ya en casi nada. He ido superando temores, olvidando consejos ajenos y creando mis propias advertencias; he ido seleccionando momentos, uno a uno, desechando los que me dañan, mimando los que me hacen sonreír para no olvidarlos nunca. He aprendido a aparcar tareas improductivas para mis emociones y para mi mente y centrarme en las que me llenan el corazón y en las que me ponen sonrisas. He aprendido el valor de los horizontes abiertos, sin límites… Sin límites…
Me he embarcado en tantas dimensiones desconocidas que he roto normas, que he desafiado al mundo y a mi misma, que no sé si vencí, que no sé si perdí, pero sé que respiré, que sufrí, que avancé, me da miedo la niebla, es como si un fantasma me envolviera y no supiera si va a dejarme de nuevo en mi mundo táctil y palpable, lleno de certezas, esas que todos tienen y que reparten, tantas certezas y tantas incertidumbres por mi parte. Dudo de todo, tengo dudas hasta de si estaré viva mañana. Los años te enseñan a que mañana tal vez no exista. He desaprendido la beatitud propia y las creencias absolutas, me he ido alejando de sepulcros blanqueados y de gestos trasnochados y obsoletos, me he ido alejando de apegos que creí anexionados para siempre… He asimilado que no hay nada perfecto, que es bueno dar tiempo, contar hasta diez, que no es necesario decir lo que se piensa si con eso vas a dañar, vas a herir, que las verdades sólo son necesarias cuando son imprescindibles. He aprendido a callar a pesar de hablar mucho, soy mujer de largos silencios aunque no lo parezca. Me he conocido llorando a solas por un recuerdo, tejiendo conversaciones imposibles que nunca se llevarán a cabo. He aceptado que a una pregunta mía no siempre tendré la respuesta deseada, que esa respuesta me puede hacer doblar de dolor… Aprendí que mis secretos los guardo yo, que un secreto no es un cotilleo, ni un comentario, ni siquiera una crítica, un secreto es lo que el corazón guarda y preserva del mundo… Mis caminatas me enseñaron a ver puestas de sol, saber que mi vida comienza a ser así, una puesta de sol, pero que depende de mí cómo me oculte, cómo vaya apagando mis rayos, que calenté a quien deseó acercarse, que intenté no quemar pero que tal vez lo hice… Caminar, caminar siempre, tropezar durante el camino, caer, levantarse, sacudir el polvo, alzar la vista y saber que nos queda mucho, que no hay límites, que la niebla no nos engulle, y que, como decía Nino Bravo, la alambrada sólo es un trozo de metal…
(Encarni Barrera)

14 mar 2020

MI RESUMEN DE UNA CRISIS (Reflexión personal)


China nos cogía lejos, tanto que veíamos lo que pasaba como algo imposible de que nos llegara hasta la tranquila España, que lo único que ocupaba la mente eran los debates políticos, las desacreditaciones y los insultos... Y llegó a Italia, bueno, todavía no nos tocaba, esas cosas les pasan a otros. Aquí teníamos un Gobierno muy sensato, muy apto y muy preparado para grandes crisis, no había más que ver cómo estaba gestionando todas las crisis que tenía encima de la mesa. Con no aparecer es suficiente... Y un buen día, en España, ese país lleno de entendidos políticos que se sacaban los ojos por sus líderes, se vio inmersa en un contagio masivo. Los vuelos desde Italia llegaban tranquilos, y desde aquí, como somos así de valientes, nos íbamos a Italia de viaje de placer porque, total, no pasaba nada más que una gripe. Y como somos intocables a nosotros no nos iba a contagiar. Y así fuimos celebrando manifestaciones, cenas, reuniones, nos relacionábamos porque el sentir español es así, simpático por naturaleza... Y un buen día, cuando no se habían cerrado fronteras aéreas, cuando no se habían prohibido concentraciones masivas, cuando todos andábamos felices, se nos decretó un estado de alarma. Comenzaron a decirnos lo que teníamos que hacer, y los hospitales se llenaron de contagiados, y no sabíamos cómo, tan listo como somos y no sabíamos cómo. Y ahí estaban los médicos, los enfermeros, los sanitarios, explicando lo que los responsables políticos tardaban en hacer. Y antes de cerrar Madrid, centro neurálgico del contagio, se decreta la alarma y un montón de personas, igual de inteligentes que las que viajaron a Italia en plena crisis por puro placer, se extendieron por zonas que intentaban sobrevivir a la alarma. Y hemos atacado supermercados, nos hemos empujado, insultado, hemos aprendido a pelear entre nosotros por un rollo de papel higiénico, lo que menos aprendimos es a calmarnos y a permanecer en casa. Nos vamos a la playa, seguimos con bares abiertos, porque, eso sí, la forma de ser española es así. Y aquí estamos, actuando, a veces, como auténticos imbéciles, nada nuevo, copiamos los patrones políticos, porque si copiaramos los patrones sanitarios otro gallo nos cantaría. Pero solemos copiar a los más chulos e ignorar a los empollones de la clase, también muy español... Estamos confinados, porque quienes tenían que haber tomado medidas a mitad de febrero nos dijeron que no pasaba nada, y no aprendemos, nos pasamos meses escuchando a Zapatero y su "recesión" y sus brotes verdes y nos comimos una crisis asesina, y hemos vuelto a hacer lo mismo. Y esta es mi opinión, desde casa, tranquila y haciendo caso a los empollones, que son los que están informando a la población, ese personal sanitario que se está dejando la piel con pocos medios para que cuatro descerebrados se escapen a las playas y sigan sus vacaciones, mientras los pequeños autónomos tiemblan de cómo va a ser su vida después. Y aquí estamos, invadiendo supermercados y agotando el papel higiénico y empujando al resto de los mortales... Yo me quedo en casa, no sé si es lo correcto, lo hago porque los sanitarios me lo piden, si me lo pidiera el Gobierno me lo pensaría, porque no se han enterado de que la puerta de toriles estaba abierta hasta que el toro nos ha dado la primera gran cornada. Una crisis sanitaria, y jóvenes universitarios en las redes diciendo que saldrán de fiesta, son pocos pero los hay, y pienso que esos, precisamente esos, será la clase política del futuro, para los que nunca pasa nada. Cuesta tan poco cumplir cuatro normas de nada que me sorprendo que haya quien no pueda cumplirlas porque se agobia: estar en casa, lavarse las manos, no sociabilizar durante quince días... o terminar en un hospital donde no sabemos si podremos ser atendidos, porque los profesionales también se enferman, están agotados y tienen bajo su conciencia decidir quién va a disfrutar de un respirador y quién no, según su criterio de supervivencia, y eso es muy duro. No hemos aprendido nada, porque de esto o salimos todos o nos vamos a lamentar todos. Los que que han cogido el coche para salir de Madrid también. Los responsables de personas mayores (padres, tíos) y les dejan salir a charlar al parque con sus amigos de ochenta años también. Son quince días, los que deberíamos de utilizar para pensar en todo lo que hemos disfrutado hasta ahora, de cómo podemos volver a la normalidad pronto, de cuánto deseamos ver a nuestros padres e hijos que están lejos. Está demostrado que el Gobierno llega tarde y mal, pero los sanitarios están llegando bien y a tope, hagámoslo por nosotros y por ellos, los que no duermen, los que no se hacen las pruebas aunque están en contacto con la enfermedad, los que cierran los ojos sabiendo lo que se les viene encima, porque esto, aunque nos cueste aceptarlo, no ha hecho más que empezar... Espero que quienes viajaron a Italia recuerden siempre ese viaje, y quienes hayan cogido el coche para irse de playas, y quienes hayan utilizado el cierre de Universidades para irse de fiesta, que lo recuerden, porque después de esto nos vamos a enfrentar a una situación económica muy diferente y muy complicada, que guarden esos recuerdos en su mente, igual les ha merecido la pena exponerse al riesgo de contagiarse, y de contagiar a otros... Y aquí estamos, pasaré trece días más encerrada, porque cuando pasen muchas semanas quiero ver en la calle a la misma gente, y no quiero dar pésames, ni saber que alguien a quien tengo cariño está en el hospital, está en mis manos y en las manos de todos.

  Ha llegado el naranja otoñal que preludia al invierno, el quebrado naranja de las hojas que piso, caminando desnuda y esperando los hiel...