16 nov 2021

"¿Cuántas veces negaste la ayuda? ¿Cuántas veces la pediste?"


                                                                                   
 De las charlas con las amigas se aprende mucho, sobre todo aprende una misma. Después de largos minutos hablando sobre decepciones propias, traiciones, puñaladas traperas y desencantos varios, esta mañana yo rematé mi diálogo alternativo con algunas dudas, no dudas para mí, que hace tiempo que las aclaré a mi propia persona, sino para quien sí se paró a pensar que, quizás, esas decepciones no son más que la respuesta que merecemos por nuestras (también) decepcionantes acciones. A ver, unas cosillas, si tú nunca ayudaste a quién sabías que necesitaba tu ayuda ¿cómo puedes esperar que luego lo hagan contigo? Si supiste de alguien que necesitaba compañía, que estaba sola, que le haría falta una salida, unas risas, unos momentos de cariño y de calor, y la ignoraste, y creíste que así estaba bien, que no te era necesaria ¿por qué luego, cuando te llega la vuelta de la moneda te sorprendes de que te hagan lo mismo...?

Nos hemos acostumbrado a ser el ombligo del mundo, a creernos más que nadie, a pensar, como decía mi abuela Tita "que todo se lo merece el santo por sus milagros", y no es verdad No podemos pretender que hagan con nosotros lo que no hicimos con el prójimo, y a veces, ese prójimo era demasiado prójimo. Somos egoístas por naturaleza, más concretamente, en ocasiones somos el monumento andante al egoísmo. Despotricamos sobre quienes, decimos, no nos han ayudado, cuando la realidad es que lo hicieron siempre que lo pedimos, hasta que todos nos cansamos de ser los tontos, pasamos a ser los malos, sencillamente porque pagamos con la misma moneda con la que nos pagaron cuando lo necesitamos... 

Y así vamos caminando, a ratitos a pie y a ratitos andando. Pero siempre con quejas, porque quejarse es gratis, y porque además ¡qué demonios! porque todo lo merecemos, porque seguimos pensando que todo lo hicimos bien, porque aparte de egoístas somos soberbios... Deberíamos de darnos una vuelta por el concepto de autocrítica, por el pasado, por lo que pedimos alguna vez, cuando necesitamos las manos prójimas, y entonces, cuando seamos honestos con nosotros mismos y capaces que reconocer que pecamos de falta de caridad, tal vez, sólo tal vez, dejemos de ver tantas decepciones hacia nuestra persona y comencemos a ver las veces que fuimos los causantes de decepciones del prójimo...

(Encarni Barrera)

 NADA SE HA PERDIDO... (Reflexión cincuenteañera. 16 de noviembre de 2016)

Nada descubro si confieso que soy una mujer cincuentona, o cincuenteañera, como se suele decir hoy en día para mitigar los efectos nocivos sobre nuestra autoestima, bastante dañada ya por la cifra que revela nuestra edad. Tampoco descubro nada si se habla de menopausia en estos suculentos años llenos de confesiones íntimas, más o menos solapadas, entre memes (esa palabra tan novedosa en estas redes nuestras) varias o cartelitos alusivos. Así pues nada descubro de nuevo si me declaro cincuentona menopáusica, simplemente confirmo un “estado”, palabra también habitual entre las cuentas de facebook, esas que se cotillean a diario buscando y rebuscando. Confirmado todo esto, me confieso como tal… Eso sí, con la menopausia llegó el conocimiento exacto de aquellas profecías demoníacas de las que me hablaba mi abuela entre verbos incomprensibles y palabros extraños. He descubierto que poseo mil estados anímicos que se pueden concentrar en diez minutos de tiempo de reloj, pasar del llanto a la risa en décimas de segundo, del enfado a la euforia con el chasquido de un dedo. No necesito a ningún terapeuta que redirija mi GPS porque ni siquiera tengo conciencia del lugar en el que está ubicado. Soy menopáusica, no estoy enferma, ni demente, ni, por supuesto, se me ha desahuciado psicológicamente, simple y llanamente atravieso una etapa de mi vida que a algunas de las féminas les llega antes, a otras después, pero que a todas, todas, por muy veinteañeras que sean ahora, terminará llegando… ¿Mi opinión? Natural. He aprendido a convivir con mi insomnio, con mis risas alocadas, con mis temperaturas variables y mi humor inestable, con mis decisiones impulsivas, con el dolor de huesos, con la sorpresa al encontrar una compresa (con alas) de las que ya “paso” cuando voy al Súper, con mi sopor después de comer, con mis carnes que se abren paso a su libre albedrío… Total, que he aceptado que esto es así, pero… siempre hay un pero, he aprendido a reírme mucho de mí misma y de mis olvidos, de mis lapsus, de mis calores y escalofríos, de mis lorzas y de mis extrañas respuestas… Y he aprendido que las leyendas urbanas existen. No sé quién inventó que se pierde el deseo sexual, ni que existe esa sequedad vaginal que hay que aliviar con productos farmacéuticos. No hay violín desafinado, hay manos que no saben tocar, es distinto. La mayoría de las mujeres descubren con la llegada de la menopausia un sexo placentero, mucho más sereno, incluso más pasional, incluso más… descubren que el multiorgasmo existe, que no es una invención peliculera, descubren que ya no hay miedos, que la madurez trae experiencia, que basta vencer los obstáculos y los tabúes, basta convencerse de que aún se está en edad, más que nunca, que se puede seguir conquistando, que nada se ha perdido, que todo se ha ganado. La menopausia es una etapa, igual que la llegada de la pubertad, igual que la aceptación de la vejez, que está todavía tan lejos que yo, por supuesto, todavía ni vislumbro. La actual sociedad ha creado mujeres de cincuenta, recién estrenada su ansiada menopausia, llenas de vida, de sueños, de ilusiones, de deseo, y a quien le hayan contado lo contrario le han mentido descaradamente. Las secuelas físicas no son más que eso, físicas. Las mujeres que hemos entrado en la juventud de la madurez estamos descubriendo el mundo, que podemos caminar solas, que no necesitamos la aprobación masculina, que podemos ser coquetas y conquistar a señores maduros que descubren a través de nuestros ojos que todavía mantienen su encanto, igual que nosotras a través de ellos. Podemos enseñar porque poseemos experiencia, ya no nos dan gato por liebre, ya nos creemos las milongas que queremos sabiendo que sólo son eso, milongas. Menopáusicas alegres, con ganas, con sexo, con risas, con vida engarzada en sus michelines y en su dificultad para perder peso, las que se sientan y pueden aún cruzar las piernas y provocar un tsunami, lo somos; porque aquellas historias trasnochadas ya ni nos rozan, porque hemos crecido y nos hemos enriquecido, y hemos aprendido qué somos, por qué somos, cuándo somos y cuánto somos… Tengo cincuenta y siete años, voy que me pelo para los sesenta, seré sesentona, y estaré feliz de serlo, señal de que llegué, es el resumen de los años que la vida me ha regalado, espero que me regale muchos más, descubrir más, saber más, aprender más. Me duelen los huesos, me duelen los músculos, igual que a cualquier hijo de vecino, ellos también cumplen años, no son menopáusicos pero tienen sus crisis legendarias asociadas a su sexo y a su género, les espían las próstatas implacables y las calvicies prematuras, comienzan con sus miedos y sus complejos… Nadie es inmune al paso del tiempo, todo está en cómo lo enfrentamos, y, decididamente, yo estoy por la labor de seguir la estela de mi libertad recién aprendida, adquirida y disfrutarla, soy mujer, tengo mis años, tengo mis vivencias, tengo mis deseos, no se me apagó ninguno, sigo sintiendo, llorando, riendo, respirando, caminando… sigo en pie, tengo el valor que me doy, no espero más que alcanzar un peldaño más, y eso, con el corazón en la mano, puedo decir que me gusta mucho…
(Encarni Barrera)

14 nov 2021

 LA PAJA EN EL OJO AJENO (Recuperando entradas del pasado)

                                                                                                             
Repasaba esta mañana otro refrán, ya que comencé el melón lo mejor es seguir a ver si la cala resulta buena. Mi refrán recordado hoy era ese que reza “Vemos la paja en el ojo ajeno y no vemos la viga en el propio”… ¡Este sí que es real como la vida misma! Pensaba en lo complejos que somos los humanos, esos seres bípedos que tenemos un cerebro que piensa pero que, en la mayoría de los casos, nos dejamos llevar por instintos tan bajos que están alojados en los sótanos de nuestros extramuros, que intentamos ocultar de las miradas ajenas, porque si los sacáramos a la luz el resto del mundo mundial sería testigo de nuestras miserias más pestilentes. Los humanos hemos adquirido el poder de olvido con una facilidad tan pasmosa como injusta. Olvidamos hechos que acontecieron en nuestra vida, situaciones y actos que, si los expusiéramos ante el Sanedrín de nuestros allegados, igual eran tan enjuiciables como condenables. Los olvidamos porque necesitamos olvidar para culpar a otros, o criticar a otros, o enjuiciar a nuestra vez a otros. Nos creamos la ilusión de que nacimos ayer, damos carpetazo a pasados que pudieran acarrearnos el asombro negativo de nuestros semejantes. Vemos esa paja minúscula que consideramos indecente, amoral, distinta, rara, esa paja que se sale de la generalidad de la que, a estas alturas de nuestra vida, hacemos gala, olvidamos que, tal vez, en algún momento de nuestra vida nuestro comportamiento fue el mismo que ahora nos permitimos criticar. Olvidamos. Verbo Olvidar. Perder el recuerdo. Lo perdemos en ocasiones a sabiendas de que es necesario que lo hagamos, porque nuestra situación actual ha variado, hemos formado parte de la manada tranquila, esa que es cuasi perfecta, la que no se permite resquicio para actos impuros o impúdicos. Olvidamos porque hemos realizado esos actos y somos conscientes de ello, pero es más fácil fijarnos en las actitudes que ahora, a estas alturas en las que nosotros somos inmaculados, podemos reprochar a otros. Olvidamos que, quizás nuestros abuelos, nuestros padres y (¡quí lo sá!) nuestros hijos, pueden tener tachones, esos que tapamos a ojos y oídos ajenos, esos que ocultamos, los mismos que igual nosotros hemos realizado, tal vez hemos “saqueado” a personas en busca de un interés personal aprovechando su debilidad, puede que hayamos mostrado intimidades en juergas a allegados que ahora pedimos al Cielo clementemente que no recuerden. Y en ese intento de olvidar todos esos actos olvidamos que el mundo mundial y nuestro entorno tienen memoria, que al igual que nosotros recordamos hechos de otros para lanzarlos a la cara los otros recuerdan los nuestros y podrían lanzárnoslo, olvidamos que, tal vez, hay quien calla porque no es propenso al juicio sumarísimo al que sometemos a terceros, que tal vez nos están perdonando dilapidar esa fama que hemos intentado crearnos de personas “decentes” cuando sabemos que no lo fuimos tanto… La paja en el ojo ajeno. La manía persecutoria del otro. El vilipendio gratuito, ese que nos hace ofender en redes sociales, insultar, menospreciar, humillar. La creencia de que, efectivamente, nosotros estamos libres de “polvo y paja”, paja en el ojo ajeno. Y en este valle de lágrimas libre no hay nadie. Todos tenemos algo de lo que nos avergonzamos, algo que queremos olvidar, santo verbo que nos persigue mientras intentamos desacreditar a otros… Hoy pensaba en ese paseo que deberíamos de darnos por nuestro extramuros
, por nuestro sótano, en el que ocultamos actos deplorables, en el que hemos querido ocultar hechos realizados porque nos interesó, porque nos apeteció, porque creímos que nadie lo sabría jamás, y olvidamos (de nuevo olvidar) que hay ojos que ven, aunque haya bocas que callen. Hay quien sabe de nuestras impurezas y escuchan sorprendidos cómo hablamos de las de los demás. La viga en el propio. Esa viga que nos puede dar de lleno en la boca, que nos la puede tapar con tan sólo unas palabras de quien sabe y calla, de quien conoce y mantiene el silencio de la discreción… Somos los humanos tan necios que nos comportamos como si fuéramos santos varones y santas mártires, como si nuestra vida fuera ejemplo, como si pudiéramos levantar la mano y lanzar la primera piedra porque nos creemos libres de pecado. Y aquí, por suerte o por desgracia, libre de pecado ya no queda nadie. El pasado puede explotarnos en nuestra propia cara. Basta que apretemos las tuercas, que nos afanemos en la dilapidación de otros para que haya una mano que blanda el pergamino en el que están escritos nuestros pecados, esos por los que vendimos nuestra alma al diablo para que jamás se conocieran, y olvidamos (de nuevo olvidamos) que el diablo se vende al mejor postor y pudo haber entregado nuestros secretos más indignos a nuestro peor enemigo, ese que espera pacientemente, el que sabe que todo llega, que puede llegarle su tiempo y su hora y subirnos al cadalso para poner nuestra cabeza en la guillotina… Nadie ve la viga en ojo propio, la necedad nos lo impide, vemos la paja en el ojo ajeno porque así es más fácil redimirnos de los pecados cometidos por nosotros mismos, porque culpando a otros intentamos dictarnos la sentencia de la inocencia, y olvidamos (de nuevo) que la vida es larga, que no es cuestión de diez años atrás, que cuando se ha conseguido la cincuentena tenemos muy largo recorrido y que este mundo que creemos enorme, en el fondo, es sólo un pañuelo (que también dice otro refrán)…

2 may 2021

 


Madre.

Fui madre por primera vez a los veintiocho años, no era una niña para aquellos tiempos en los que a los veinticinco tenías que estar casada y, a ser posible, ser madre. Luché mucho para tener mi primer hijo. Me convertí en una madre primeriza, de esas competitivas, el peso del niño, la estatura del niño, la primera palabra, el primer diente, los primeros pasos… Una lucha titánica que deja agotadas a las mamis novatas, aunque se lo nieguen, negarlo no va a evitarlo, todas hemos pasado por eso, es ley de vida, las comparativas entran dentro del pax de primera maternidad. Aprendí a hacer potitos, a tomar temperatura del agua, a lavar a mano prendas minúsculas, luego aprendí a curar heridas, a valorar chichones, a ignorar rabietas. Aprendí a decir no, con rotundidad, a dar dos opciones y que se escogiera una. A castigar, a morderme la lengua para no gritar demasiado, a leer cuentos mientras se entornaban los ojos, a pasear cogiendo una manita alrededor de columpios. Aprendí a salir del trabajo corriendo, porque un diminuto hombrecito de cuatro años me esperaba sentado en el último escalón del colegio. Aprendí a VIVIR…  Fui madre por segunda vez dieciséis años después, con cuarenta y cuatro años. Ya no tuve que arrastrar con la competitividad, me entregué a la paz y a la complacencia de ver crecer a mi hijo, sin tensiones ni presiones, sin campeonatos para ver si estaba más alto, más gordo, o había hablado antes. Me sirvió mucho mi entrenamiento de tantos años atrás. Pero sí descubrí, de nuevo, que estaba VIVIENDO… Tenía la edad de esperar a los nietos, pero la vida decidió sorprenderme con mucha más generosidad. Ahora tengo en casa a mi “alter ego”, una copia de mí misma que me replica, me discute, me enerva los nervios, me abraza y me besa como nadie, me aprieta contra su hombro y me dice que me quiere… Y aprendí que, después de todo, eso es lo único que vale la pena, eso es lo mejor que tiene ser Madre. El recorrido, el trayecto, verles crecer, a su ritmo, con sus ganas, con sus tiempos. VIVIR con ellos lo que ellos nos dejen, porque también aprendí a que les di la vida para que volaran.

  Ha llegado el naranja otoñal que preludia al invierno, el quebrado naranja de las hojas que piso, caminando desnuda y esperando los hiel...